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Como el calamar, el pulpo o el argonauta, la jibia (sepia offcinallis) es un tipo de molusco que pertenece a la familia de los cefalópodos. Tiene un cuerpo alargado u ovoide, con repliegues natatorios en la piel; cabeza grande y bien diferenciada del cuerpo; ojos redondos de mirada fija; boca formada por dos mandíbulas córneas, parecidas al pico de un ave de rapiña, rodeada de tentáculos provistos con ventosas de una extraordinaria fuerza muscular. Posee un saco que expele una tinta negra, ligeramente rojiza, que sirve para enturbiar el agua cuando el animal se siente amenazado. Además, tiene un pieza caliza o hueso central –muy rico en calcio– parecido a la punta de una flecha o la suela de una zapatilla, que suele usarse para afilar el pico de canarios, loros y otras aves ornamentales.

A medio camino de la leyenda y la realidad, la poesía es hoy en día un animal familiar y antiquísimo para esa “inmensa minoría” (según palabras de Juan Ramón Jiménez) que son sus lectores. Como la jibia gigante que quitaba el sueño a los marineros, la poesía yace en lo más profundo del océano, asediada por tiburones y densos cardúmenes fosforescentes. Hay pues que bucear muy hondo –entre las callosas grietas de la oferta cultural– para encontrase cara a cara con este náufrago viviente.