por Jordi Doce
para «La Lectura» diario El Mundo.
El último poemario del escritor y editor argentino Walter Cassara (1971) –aunque afincado en España desde hace más de una década– comienza con «un mutis lejano que atraviesa todo el Atlántico» y se cierra con «esta nueva variedad de silencio [que] dejo apuntado en el diccionario del invierno». Por el camino se da un viaje, un tránsito en el que las palabras se cargan de claroscuros y palpitación sensorial para hablar de lo más humilde, lo pegado a tierra, pero también del propio desconcierto ante el empuje irrefutable del tiempo: «No pintamos la vida, sino su extrañeza».
La lección de Georges de la Tour, a quien se dedica un poema iluminador, está muy presente en la cualidad atmosférica de una escritura que oscila entre el verso y la prosa –entre los ritmos de la canción y la puntillosidad volandera del cuaderno de campo– para dar cuenta de las texturas de la vida rural. No hay aquí idealización ni repliegue bucólico, sí una fascinación por los viejos oficios artesanales y las palabras que los designan: lanero, herrero, calderero… En última instancia, todo se resume en una pregunta que el poeta, prudente, nunca termina de hacerse: ¿Qué hago aquí?
Lo que sí se da es una reconciliación gradual con su destino que atraviesa las cinco secciones del libro. En la segunda, «Semblantes», desfilan algunos de los dioses lares del autor: Hokusai, Celan, Walter Benjamin, Alda Merini… En «Una excursión a la Mujer Muerta», que empieza en forma de diario, la invocación a Joseph Beuys y a Machado convierte el ascenso en lección de vida. Y esa misma lección se enseñorea de la parte final, «Álbum», en el que el yo se ve reflejado –confirmado– por los signos que le rodean: «Insignia del paisaje, la zarza agitada por el viento de enero».