Reseña: Un dios narra

Reseña: Un dios narra
22 de diciembre de 2024

por Tomás Villegas
para «PERFIL» 

En épocas de descreimiento general, en épocas en que cada grupo profiere su rezo a una divinidad forjada a medida de deseos miopes y elementales, el escritor, traductor y profesor platense Jorge Goyeneche (1952) ha pergeñado, en su última novela, un dios para los tiempos que corren. Se trata, eso sí, de uno menos volátil que los digitales y que se amarra, con confianza ciega, al peso de su palabra.

En Un dios narra, Goyeneche concibe una escritura cuyo ritmo traza un mosaico vasto y sincrónico de las aventuras y desventuras humanas. Y que son, esencialmente, producto paradójico de una percepción plural, aunque ciega, en términos de visión. El impetuoso primer párrafo ofrece un pantallazo del tono general: “Hablan que soy un dios, dicen que todo lo veo, me llaman por eso mosca, el de múltiples ojos, aquel que está en una colina o sobre la nube y observa el completo mundo. Y yo digo: las personas desconocen. Soy ciego”. 

Goyeneche retoma la prosa poética de Final de obra –novela que publicara en 2016 también bajo el sello Huesos de jibia– para proponer una panorámica –distante y, en apariencia, objetiva– que exponga las prácticas, rituales y tejes y manejes de la humanidad. Quien habla, quien profiere, es un dios, sí, pero no exactamente –si se permite la licencia– un narrador. Narrar supone una temporalidad (que puede o no ser, desde ya, lineal); conlleva sucesiones, alternancias, circularidades que, de diversos modos, implican una experiencia del tiempo. 

El de Goyeneche es un dios que menos que ser, está. Y tiene la capacidad de descubrir, en simultáneo, los mundos alternativos posibles de las personas. “Escriben y discuten mi existencia” –afirma la voz– “Yo estoy, ellos viven (ese verbo que usan y tanto declaman (…) Así es que hablan de alguien que todo lo ve, que sabe el futuro (…) Pero no hago nada, simplemente permanezco con sus variantes, que ellos desconocen hasta que se realizan. Allí estoy a su lado sin ver e invisible”. 

Si con el experimento distópico de Mala praxis (Parque Moebius, 2015) se traslucía el incordio del autor frente a una sociedad fuertemente contaminada y violenta, que se perdía en la idiotez y el automatismo, en Un dios narra la distancia misma de este ser (que, de vuelta, antes que un ser, es un estar) postula un alejamiento que se acerca más a la crítica impersonal y que, como tal, rezuma obviedad: los seres humanos se enfrascan en sus tareas cotidianas, en sus amores u odios, en sus crímenes, en sus actos abnegados, como si algo significaran. Este dios menor no interviene, no crea; percibe a su modo, en un tiempo que no es el nuestro; y tal vez él mismo, en su propia pequeñez, esconda, en el fondo, una necesidad puramente humana: la de hablar. Y si Dios, como sostenía Saramago, es silencio, tal vez el de Goyeneche no sea, después de todo, más que el monólogo de un desquiciado, que encuentra, justamente en la ficción, el único de los asilos posibles.

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