por Leandro Llull
para revista «Otra Parte»
Apenas oímos la voz de estos poemas, no nos preguntamos de quién es ni qué ha hecho con su historia, sino que queremos conocer el lugar desde donde nos habla. Pese al entorno rural de trasfondo, cuesta creer que lo dicho sea pronunciado allí; una especie de nube se apodera de las cosas nombradas y las somete a la volatilidad de las palabras. No se trata del campo ni de la ciudad, de la montaña o del llano, de Europa o de América; es la espesura del lenguaje, un sitio donde entran en contacto lo ocurrido y lo enunciado.
“Sentado en la rueda / de un viejo molino // soy el que trastea / el charango junto al agua / de lluvia de la torrentera. // Y la aldea cabeceando en la bruma”, leemos en “Carnavalito”, y los versos se sueltan de la circunstancia, nadan en el aire para que veamos en ese movimiento el cabecear mismo que nos señalan. Porque si lo rural admite una connotación agreste, ello se produce para que surja la diferencia entre lo bucólico y lo civil: el sitio al que se nos convoca representa esa zona de contacto y a la vez abismo entre uno y otro extremo.
El tono, la cadencia, la minuciosidad de las imágenes buscan ese entredós que no responde al imaginario ni a la voluntad: “Aquí es donde el tiempo se nos desnudó una noche, frente a un portal en ruinas, para mostrarnos, como quien tiembla en sueños, toda esa abundancia del animal herido”. La construcción de un espacio entre el aire y la tierra, a través del fino alambre de las palabras, abreva en la literatura para espejarse a sí misma en una “noche que se niega a ser sólo ropa y murmullos en la oscuridad”. Las citas, las referencias, los homenajes (en fin, las lecturas), a medio camino entre el hoy y el ayer, entre el gran ruido urbano y el silencio espectral de lo rústico, abren un paréntesis de música quebradiza que puebla la mente de quien no está del todo en ninguna parte.
Esto habilita la oportunidad de entablar una relación desprendida y personalísima con la lengua, en la que se borra toda referencia que no sea esquelética para el sostén del aliento. Lo que se abstrae no es ni el paisaje ni la jornada, sino sus componentes de coyuntura. La prosa resulta el modo natural cuando se recoge la presencia del día a día, pero luego se la filtra a punto tal que de lo acontecido sólo queden perfumes entre las letras como “cenizas de años humeando en el palacio de una tarde”.
Así la experiencia no tiene afuera, es pura contemplación de sí misma mientras se expresa y cobra forma en la turbiedad de la frase, delicada y dura como una floritura de hierro, “la rara epifanía de un nailon enredado en la hierba”. Ladera umbría, como su título sugiere, pone en juego la extrañeza de un territorio inabordable con los ojos, valiéndose de términos en desuso que marcan el declive y la sombra, pero recubriéndolos de un ánimo lejano, perdido tal vez entre los siglos.
No por eso se deja de participar de un aquí y un ahora. La opción de existir en medio de hechos, oficios y enseres cerca de su extinción (“luz de esparto”, “lanero”, “calderero”, “viejo plato de loza”) se convierte en una denuncia de los desplazamientos y los desprecios, de la inevitabilidad del cambio, de la fuerza centrípeta de las adyacencias que pronto serán consumidas y homogeneizadas. A ello se le opone la fruición del que canta, el placer que en su voz resulta una fiesta de “cielos rotos, desmesuradamente azules, geológicos”.